Emilia Jiménez construye una mansión que hoy no se derrumba porque Dios es grande.
El día que Juan Isidro embarcó en el vapor Juanita, vomitó como un marinero, ajeno a los vaivenes del mar. Algunos de los pasajeros iban de un lado a otro de la cubierta, como en una película muda de Chaplin o Buster Keaton. ¿Qué sabía Juan Isidro de cañones y fusiles para enfrentarse al Lilith? Lo único que había aprendido, y muy bien, era que si comprabas una plancha de zinc en Alemania por cinco francos y pagabas otros cinco para traerla a Montecristi, tenías que venderla por 20 francos para ganar 10 francos.
Evidentemente, su prosperidad comercial se vio favorecida por el capital inicial que heredó de su padre, don Manuel Jiménez, el segundo presidente, que se enriqueció vendiendo un producto que sólo unos pocos podían permitirse. Era una especie de colmado bororo junto a la iglesia de Tamboril, vendía todo tipo de fefele, guaimamas, monturas de caballo, ponchera, jumiadras, etc.
No vendía carbón porque era el único vendedor y no podía con tres chelines la fuente, una libra de arroz. Tenía que lavarse las manos cada vez que manipulaba carbón.
Cuando Luperon la llamó L’Ulises Hulox (Los Ulises) en francés, La Casa Jiménez ya tenía sucursales en Haití, Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
¿Qué quería exactamente Juan Isidro de la política?
Sin duda, en su casa se discutían los eternos conflictos de este país, fundado hace menos de 50 años.
También hay que entender que cualquier hombre de negocios prefiere un clima político libre de conflictos y tic-tac. Por eso, cuando el padre Meriño estuvo en el poder de 1880 a 1882, tuvo que ordenar aquella famosa Ley de San Fernando para apaciguar el orgullo de los cuatro o cinco pueblos, ni siquiera villas, y mucho menos ciudades, que componían el terreno que iba a ser la primera república, los bejucales y cambrones. Había que hacerlo.
Gracias a las facilidades comerciales de Juan Isidro, su hermana Emilia Jiménez, Dios sea grande, construyó una mansión que a día de hoy nunca se derrumba.
El único inconveniente de la mansión era su proximidad al reloj instalado en el Parque Duarte, diagonalmente enfrente. Esto significaba que Juan Isidro no podía repasar sus ganancias ni alegrarse mentalmente mientras estaba tumbado en su hamaca. El reloj, como la alfombra voladora de Alí Babá, le alejaba mucho de sus sueños de mucha riqueza. El tañido de las campanas le mantenía inquieto y concluía diciendo: “Maldita sea, el tiempo te mata dos veces”. ¿Quién en la mente de Benigno Conde había dispuesto que le trajeran aquella vaina francesa? Martí, que no pudo rechazar la invitación, parece que se fue antes de lo previsto cuando lo nombraron y parece que fue ayer.
‘Vete a París como monsieur Lepelon y olvida este infierno’, le dijo su cuñado Rafael Rodríguez Camargo.
-Si tu trabajo es vender tachuelas, ¿qué vas a hacer en ese barco?
Lo mismo entendió Horacio después de proponerle gobernar, tiempo después de haber vaciado la sal del Luricés y quitado toda la protección al faro que en vano había amarrado allí.
Juan Isidro, con su tozudez, tuvo que esperar a que pasara el régimen de Mon y su bendita Guardia Macabra para volver al poder, sólo para descalificar a Horacio. Cuando llegaron los americanos con sombreros de cuatro alas, lo sacaron a la fuerza y rezaron mucho para que volviera a trabajar en San Fernando, en Montecristi, vendiendo telas, láminas de zinc, zapatos, sombreros de yuca, ollas y sartenes que los campesinos usaban para molisoñando Le recomendé; un acordeón alemán de la misma marca de Ninico Lola, una bicicleta, una cámara fotográfica de caja, un morenillo, y una cajita con manigeta para tapar la persistente costumbre y el gusto de moler café. También vendió una máquina para moler carne para albóndigas, que terminó moliendo maíz para aves y haciendo manigetas.
– “Date una vueltecita en la locomotora que lleva los troncos desde Cana Chapetón, Castañuela y Palo Verde hasta el puerto donde nos ocupamos de la ocupación”, le dijeron los amigos del general Knapp en español de mipiorella, soltando una carcajada desinteresada y muy burlona.
Poderick Arthur, maestro de obras, metió el último de los martillazos para reparar la gotera de la habitación de don Juan y construyó un doble seto para que su hermana no pudiera oír los llantos del recién nacido al que estaba ayudando a facilitar su aterrizaje en este valle de lágrimas.
Lo que más le dolía a Juan Isidro era que Horacio había vuelto al gobierno con ganas de venganza.
-Va a decir que él hizo todo lo que hizo este yanquigemierda.
El mismo día en que Juan Isidro dejó este mundo, un día lluvioso de principios de mayo de 1919, en plena cuaresma, su casa se convirtió en una casa encantada, habitada entonces por las almas en pena de quienes habían estado en deuda con él, y quienes recibieron la noticia pasaron meses celebrando su muerte.
El destino de la casa de Juan Isidro continuó, y en una época en que las campanadas del reloj que llegaban a El Morro parecían risas resonantes, el desmembramiento de su propiedad no fue digno del Decreto 41-00, ni del programa de gobierno del bacho.
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