Entre las leyendas urbanas sobre por qué Haití no ha escapado a la miseria de las luchas civiles y la pobreza se encuentra una maldición supuestamente lanzada sobre los sacerdotes y monjas que representan a Dios en Saint-Domingue. Probablemente, esta maldición se echó durante los sufrimientos y persecuciones que padecieron los representantes del Vaticano, tanto durante la invasión del emperador Jean-Jacques Desarines en 1805 como durante la invasión de Saint-Domingue entre 1822 y 1844.
No se sabe si se trataba de una maldición vudú o católica, pero durante las dos invasiones destinadas a unificar la isla bajo el dominio haitiano, la Iglesia católica fue el principal objetivo de los ataques.
El periodista Rafael Núñez publicó un artículo de investigación en El Diario Libre titulado “¡Insolito! Cuando leo que los haitianos torturan a miembros de la Iglesia católica, me dan ganas de llorar, por no decir de estremecerme. ¡Es una masa de odio! Ocurrió el 28 de abril de 1805.
Cuarenta niños fueron encontrados degollados por las tropas de Desarines en el presbiterio de la iglesia católica de Moca. Los niños descalzos fueron obligados a caminar decenas de kilómetros desde Moca y Santiago hasta la frontera, las parroquias encontradas por el camino fueron quemadas, los sacerdotes degollados y los niños afortunados sufrieron humillaciones y castigos indecibles.
Núñez relata otra crueldad infligida por el ejército haitiano a un sacerdote, Pedro Tavares, de más de 80 años.
Gaspar de Arredondo y Picardo describió este extraordinario calvario en su diario cuando abandonó la isla de Santo Domingo el 28 de abril de 1805.
Los ojos del destacado jurista santiagués fueron testigos de escenas propias de una película de terror. A su llegada a Santiago, las tropas de Cristóbal, bajo las órdenes de Desarines, tomaron cautivos a los hombres y los llevaron al cementerio, donde los degollaron.
No contentos con esta barbarie, como explica Rafael Núñez, se llevaron al cura que mataron, Vázquez, y a otros 20 sacerdotes, prendieron fuego a cinco iglesias principales de Santiago y arrojaron a 249 mujeres, 430 niñas y 318 niños.
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