¿Quién mejor que el escritor y filósofo español Juan Vázquez de Melilla y Franjul podría describir las peculiaridades de un abogado curtido en falsas premisas? Se infiltra en todo tipo de litigios con una habilidad inusitada. Tiene un fetiche por la ley escrita. Le atormenta una neurosis obsesiva compulsiva por resolverlo todo mediante leyes y sentencias, y cuando ve la realidad a través de este prisma, se distorsiona y oscurece. Es apriorístico porque va del texto a los hechos y no va al meollo de la cuestión en busca de las relaciones internas que los unen. Es sofístico porque estudia los hechos aisladamente, ignora su relación y no sabe tomar la cuestión en su conjunto. Es un sofista y un aprovechado, un alimentador de aprovechados. Es el sisifo (incapaz) que carga sobre sus hombros la roca del edicto y nunca llega a la cumbre del problema sin arrojarla sobre el desgraciado contribuyente. Porque encarna todos los odios, engrandece la burocracia, irradia documentos, expande la centralización y lleva en el alma la levadura calcárea del quid principi placuit legislation habet vigorem, que no es sino la legalización de la arbitrariedad. Las palabras de Victorian Sardou, “Cuando la civilización decae, ahí es donde habitan los abogados”, son aplicables en este caso.
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